Viajamos tan apretados en el colectivo de las siete, que difícilmente se podría llamar ventaja a esto de pasar casi una hora frente a frente con un extraño.
Por eso leo. De costado, contra el vidrio, en cuclillas, de panza al pasamanos.
Aprendí a leer sin mareos y sin nauseas. Ante la escasez de tiempo y de espacio.
Soy un flamenco haciendo malabares. Con una pata sostengo el libro, con la otra paso las hojas y subrayo.
De vez en cuando alzo la vista y finjo, claro, que no me distrae ese mechón de la frente que te cae desprolijo hacia un costado, el arco voluptuoso que forman tus cejas o ese lunar que hace las veces de firma a un perfecto perfil romano.
"Tu rostro es tan hermoso", pienso, "que si supiera, lo dibujaría". Y es ésta una verdad tan nítida que para que no se me escape aprieto un poco más los labios.
-¿Y si lo escribimos en un margen del libro y se lo mostramos como al paso?
- ¡Ni se les ocurra! ¿Acaso están locas?- supongo que ustedes también suelen conversar con sus manos. No son de fiar esas traidoras, hay que observarlas, cuidarse de ellas, nunca se sabe.
Intento pensar en otra cosa: en el bebé que llora, en el cansancio del obrero, en la señora de medias de lycra bufando por un asiento que le dé respiro a sus varices.
Pero es inútil, como volver a la lectura. Un oso gigante intenta pasar por el medio, empuja y te obliga a dar un paso adelante.
Las rodillas se entrechocan, las manos se rozan. La sangre es tan cobarde!!.
Y es ese segundo tan íntimo y a la vez tan lejano que sólo atinamos a mirar al piso, y hacés más que bien.
"Tu rostro es tan hermoso", pienso, " que si levantaras la vista para mirarme, mi respiración lo bosquejaría con invisibles pinceles de ciego, temblando, en esa minúscula cápsula de tiempo y de aire, donde no nos queda más opción que mezclarnos."
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